Estudiar la relación existente entre los políticos y
los funcionarios abre un debate muy interesante sobre el siguiente
interrogante: ¿Democracia o Tecnocracia ante la actual crisis?
¿Políticos o gestores? En opinión de Vaquer, parece ser que “la amenaza
profunda a las democracias en Europa reside en esta versión de la tecnocracia,
la que estrecha hasta la asfixia el campo de lo factible en política económica”.
En puridad de conceptos, actualmente no podemos afirmar que la política esté
libre de la tecnificación ni que la gestión de los tecnócratas lo la impregne
cierta ideología. Por tanto, adoptar una postura intermedia parece ser lo más
razonable.
La democracia pone el énfasis en el fin. Es el
único modelo de gobierno en el que la sociedad tiene la posibilidad de influir
en las decisiones públicas, posicionando al ciudadano como el actor fundamental
de cualquier sistema político. Garantiza la deliberación pública en torno a las
posibles alternativas existentes para tomar una de ellas como solución al
problema surgido.
La tecnocracia, por contra, centra su atención
en los medios. Así, limita y restringe la posibilidad del ciudadano de
participar en el sistema político, posicionando a los especialistas como los
actores fundamentales en política. De este modo, no hay lugar para la
deliberación y la solución al problema solo puede ser una y la indicada por los
que saben, los por técnicos de la materia.
Creo que debemos optar por una postura intermedia,
en la que, asentadas las bases de un sistema democrático deliberativo, se
integre dentro de las estructuras político-administrativas a personas con altos
niveles de especialización en sectores concretos y necesarios –como ahora
ocurre en el campo de la economía y de las finanzas-, donde se adopten
decisiones públicas.
Todo ello evitando la politización de los tecnócratas
y asegurando, por encima de cualquier otra consideración, que los intereses de
los ciudadanos están siendo representados y que son éstos últimos los
titulares del poder político y, por tanto, soberanos respecto de cualquier otra
manifestación de poder.
Retomando la figura específica del político, éste
aporta la legitimidad democrática a la institución y una visión estratégica en
su funcionamiento. Por su parte, el funcionario aporta conocimientos técnicos
de gestión y capacidad operativa en la resolución de problemas. Por tanto,
resulta obvio que ambos trabajen en común sintonía para alcanzar el mejor
rendimiento institucional. Sin embargo, existen muchos factores que condicionan
la correcta sincronía entre políticos y funcionarios, entre dirigentes y
gestores.
Ramió Matas señala que uno de los grandes problemas de
la carencia de una regulación de la dirección pública, la cual provoca el “travestismo
institucional” entendido como la trasmutación de roles entre los políticos
y los funcionarios, de modo que los políticos se ocupan en su desempeño más de prácticas
y competencias funcionariales y los funcionarios atienden más a prácticas y competencias
de carácter político.
Mientras que el funcionario posee un estatus jurídico
bien delimitado, el personal directivo profesional no. Con cierta ambigüedad y carácter
general y a la espera de una concreción normativa de su regulación excesivamente
laxa y subjetiva, el artículo 13 del Real
Decreto 5/2015, de 30 de octubre, por el que se regula el Texto Refundido del
Estatuto Básico del Empleado Público, define por personal directivo el que
desarrolla funciones directivas profesionales en las Administraciones Públicas,
definidas como tales en las normas específicas de cada Administración. Además,
este personal directivo estará sujeto a evaluación con arreglo a los criterios
de eficacia y eficiencia, responsabilidad por su gestión y control de
resultados en relación con los objetivos que les hayan sido fijados. ¿Quiénes
deben evaluarles: los gestores públicos?
Realmente, resulta muy complicada la relación entre
ambos pero es del todo necesario que políticos y funcionarios tengan claro que
sólo son servidores del bien común y que su única labor debe ser la de velar
por la mejor prestación del servicio público. A partir de ese momento, su
actividad podría llevarse a cabo con mayor fluidez y coordinación. De igual
modo, es preciso que quien dirija lo público no vaya a experimentar o a
mimetizar técnicas que han funcionado en el ámbito público, que tenga vocación por
lo general y que tenga ciertas dosis de conocimiento y de práctica en la
materia. De lo contrario, el político no podría dirigir y perjudicaría que el
gestor cumpliera con su trabajo. Así como la ley contempla una regulación
pormenorizada y rigurosa sobre la función pública –estemos o no de acuerdo con
su contenido-, no existe una regulación rigurosa directamente aplicable a la
clase política –más allá de contadas excepciones-. Tal hecho complejiza la
relación de ambos sujetos y condiciona enormemente la actividad pública.
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