Weber afirmó que el funcionario es “aquel que no debe
de hacer política, sino limitarse a administrar, sobretodo imparcialmente”.
Pero, ¿cómo conseguir tal propósito cuando Administración Pública y Política
son conceptos demasiado conexos; cuando burócratas y políticos conviven
diariamente y toman decisiones que nos afectan a todos; cuando el poder de
gestionar y el poder de decidir no tienen la misma fuerza para imponerse? Tres son
los puntos críticos de análisis a la hora de enfocar cómo se produce esa relación
entre los políticos y los funcionarios: 1) la finalidad objetiva de políticos y
burócratas, 2) el papel fundamental que los burócratas a la hora de cumplir esa
finalidad objetiva de forma solvente y apolítica y 3) la limitación de las
funciones del político, así como la afirmación de su responsabilidad personal y
social.
¿Cuál es la finalidad objetiva de políticos y burócratas? Está claro que es el interés general y que debe ser siempre pero como señaló Bobbio, el consenso de la voluntad general implica disensos y limitaciones para la libertad de expresarlos. ¿Puede un burócrata ser solvente y apolítico en una dictadura? La respuesta, desde una posición puramente doctrinal y teórica, podría ser lo que Alejandro Nieto categoriza como modelo decisionístico como articulador entre el asesoramiento y la decisión, podría ser una solución. El burócrata se limitaría, con objetividad y neutralidad, a proporcionar datos e información al político y éste último tomaría una decisión, una vez analizadas las diferentes opciones. De tal forma que el burócrata actuaría con profesionalidad en su asesoramiento imparcial y sería el político a quien la correspondería una decisión responsable (principio de que responde el que firma). Pero siendo realistas, el burócrata no parece que podría realizar su trabajo libre de implicaciones ideológicas.
Al hilo de todo ello, ¿Por qué al distinguir actos políticos de actos administrativos no profundizamos más en ambas categorizaciones, exigiendo responsabilidades y garantías en el cumplimiento de esa finalidad objetiva que es el interés general? ¿Por qué la legislación vigente se empeña en dar cabida a las excepciones que constituyen empleo público pero que se alejan de los principios de mérito y capacidad? ¿Por qué las decisiones, los objetivos -e incluso la promoción- de un funcionario depende de un superior jerárquico que no ha entrado en la función pública por la misma puerta que él ni se le exige lo mismo? ¿Por qué continúan sin delimitarse normativamente las competencias que le son propias a un alcalde? No podemos obviar lo evidente y la Administración Pública es un conjunto de órganos que, lejos de tener una misma finalidad, para que tengan intereses contrapuestos, dirigidos por políticos de libre designación con sus propios intereses particulares o partidistas, en definitiva, una lucha de poderes que lleva, inevitablemente, a la dominación de unos sobre otros y a que el principio de incertidumbre –que acertadamente señala Napo-, opere sobre lo objetivo y se manifieste sobre lo neutral.
¿Cuál es la finalidad objetiva de políticos y burócratas? Está claro que es el interés general y que debe ser siempre pero como señaló Bobbio, el consenso de la voluntad general implica disensos y limitaciones para la libertad de expresarlos. ¿Puede un burócrata ser solvente y apolítico en una dictadura? La respuesta, desde una posición puramente doctrinal y teórica, podría ser lo que Alejandro Nieto categoriza como modelo decisionístico como articulador entre el asesoramiento y la decisión, podría ser una solución. El burócrata se limitaría, con objetividad y neutralidad, a proporcionar datos e información al político y éste último tomaría una decisión, una vez analizadas las diferentes opciones. De tal forma que el burócrata actuaría con profesionalidad en su asesoramiento imparcial y sería el político a quien la correspondería una decisión responsable (principio de que responde el que firma). Pero siendo realistas, el burócrata no parece que podría realizar su trabajo libre de implicaciones ideológicas.
Al hilo de todo ello, ¿Por qué al distinguir actos políticos de actos administrativos no profundizamos más en ambas categorizaciones, exigiendo responsabilidades y garantías en el cumplimiento de esa finalidad objetiva que es el interés general? ¿Por qué la legislación vigente se empeña en dar cabida a las excepciones que constituyen empleo público pero que se alejan de los principios de mérito y capacidad? ¿Por qué las decisiones, los objetivos -e incluso la promoción- de un funcionario depende de un superior jerárquico que no ha entrado en la función pública por la misma puerta que él ni se le exige lo mismo? ¿Por qué continúan sin delimitarse normativamente las competencias que le son propias a un alcalde? No podemos obviar lo evidente y la Administración Pública es un conjunto de órganos que, lejos de tener una misma finalidad, para que tengan intereses contrapuestos, dirigidos por políticos de libre designación con sus propios intereses particulares o partidistas, en definitiva, una lucha de poderes que lleva, inevitablemente, a la dominación de unos sobre otros y a que el principio de incertidumbre –que acertadamente señala Napo-, opere sobre lo objetivo y se manifieste sobre lo neutral.
Un buena Administración debe ayudar a equilibrar y legitimar el poder político y a reforzar la democracia, aumentando su calidad. Cambiar todo el aparato burocrático puede resultar complejo pero conseguir –tal y como apunta el Prof. Sanmartín-, que los funcionarios de carrera weberianos sean más que los políticos de libre designación, no lo es tanto.
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