En un mundo globalizado, donde interactúan constantemente Estado, Mercado y Sociedad, resulta básico y fundamental llevar a cabo una labor de preparación metodológica de los conceptos que el Derecho Administrativo o cualquier otra disciplina tome para sí y vaya adquiriendo de otras ramas del conocimiento. Simplicidad, racionalidad, celeridad, cooperación o el mismo criterio de Eficiencia son términos que deben definirse y utilizarse coherentemente según su ámbito de aplicación. Con ello, evitamos que su distorsión conceptual provoque una mala praxis en las instituciones y sentimientos frustrados en el cumplimiento de los objetivos planificados.
La Eficiencia es un concepto extraído del ámbito económico pero que puede explicarse en otros ámbitos de las Ciencias Sociales como criterio para modular el contenido de otros principios inspiradores del funcionamiento de las instituciones político-administrativas. La legalidad, la eficacia, la justicia o la equidad pueden construirse teniendo en cuenta sus posibilidades fácticas y jurídicas, como verdaderos mandatos de optimización- La Eficiencia es, en sí mismo, un criterio que ayuda a la ponderación de otros principios y derechos.
Entender la Eficiencia desde su vertiente más social supone deslindarla de su contenido meramente económico y ligarla a instrumentos de seguimiento y control válidos a nivel administrativo. Así, la Eficiencia no puede ser un fin en sí misma para las organizaciones públicas, sino solo un medio para la consecución de otros objetivos superiores o prioritarios. Si no somos capaces de fiscalizar, con mayor rigor y alcance, el funcionamiento del Sector Público y, especialmente, de nuestras Administraciones Públicas, resulta imposible implementar el criterio de la Eficiencia en el sistema institucional. Sin control no hay posibilidades de éxito para ninguna reforma administrativa.
Cuando hablamos de Nueva Gestión Pública, de reforma, de modernización administrativa, resulta inevitable introducir el término de Eficiencia, por cuanto ésta permite optimizar los inputs y los outputs en las instituciones. Sin embargo, no podemos caer en la tentación de denostar este criterio por el mero hecho de provenir del ámbito privado. La labor del legislador, del politólogo, del gestor público, estriba en adoptar un significado exacto, concreto para su aplicación en el Sector Público. La Eficiencia, de este modo, no tiene por qué suponer pérdida de la calidad del servicio prestado o alejamiento del Principio de universalidad, pues la Eficiencia aplicada a las Administraciones Públicas no es sinónimo de eficiencia económica y, por ende, de rentabilidad.
Desde el punto de vista institucional, la Eficiencia aparece unida inexorablemente al Principio de eficacia, pues en un Estado Social es muy necesario considerar los recursos limitados con los que se cuenta para poder satisfacer las demandas ciudadanas que, por otro lado, cada vez son mayores y más complejas. Una correcta asignación de recursos no puede conseguirse sin que la distribución de los mismos sea justa dentro de un Estado del Bienestar, es decir, no existe eficacia sin Eficiencia y, ambas a su vez, no pueden darse sin equidad en nuestro sistema político.
El Ordenamiento Jurídico español recoge, con gran laxitud e indefinición, el criterio de la Eficiencia en las leyes de mayor relevancia social –contratación, patrimonio, subvenciones, presupuesto, etc.- y que, casualmente, tienen un gran contenido económico. Sin embargo, ninguna de ellas hace mención alguna a cómo puede evaluarse el cumplimiento o no de dicha Eficiencia en los planes, políticas, programas o actuaciones que se vayan desarrollando conforme al articulado de cada norma. Así, la Eficiencia es una cláusula abierta, que el legislador introduce y que la gran mayoría tiene por válida pero que resulta difícil de aplicar. Sin indicadores que posibiliten mediciones exactas del grado de cumplimiento de los objetivos que cada Administración Pública planifique previamente, no se puede estimar tampoco si ha habido una correcta asignación de medios y unos resultados deseables en el normal funcionamiento de las instituciones.
El criterio de la Eficiencia, no solo puede mejorar la calidad del servicio que prestan las Administraciones Públicas y contribuir a su modernización, sino que en todo proceso de reforma y adaptación de las instituciones político-administrativas al mundo globalizado, la Eficiencia produce situaciones de competitividad entre las diferentes organizaciones. Esto también favorece la prestación de bienes y servicios públicos, pues aprender de quien mejor gestiona es también ser eficientes.
Para terminar y utilizando las palabras de VILAS, C. M., “la preocupación por la eficacia, la Eficiencia y la transparencia de las políticas públicas no es irrelevante. Al contrario, importa mucho, por respeto a quienes de una u otra manera aportan recursos con que se financia la gestión estatal, por una efectiva vigencia de una concepción más amplia de la democracia (…). Sin embargo, una buena Administración no mejora la calidad de los objetivos de las políticas a cuyo servicio se desenvuelve, del mismo modo que el vehículo hace el viaje más placentero o incómodo, veloz o lento, caro o económico, por no modifica su dirección ni su destino –cuestiones éstas en las que el manejo del volante es insustituible-.”
La Eficiencia es un concepto extraído del ámbito económico pero que puede explicarse en otros ámbitos de las Ciencias Sociales como criterio para modular el contenido de otros principios inspiradores del funcionamiento de las instituciones político-administrativas. La legalidad, la eficacia, la justicia o la equidad pueden construirse teniendo en cuenta sus posibilidades fácticas y jurídicas, como verdaderos mandatos de optimización- La Eficiencia es, en sí mismo, un criterio que ayuda a la ponderación de otros principios y derechos.
Entender la Eficiencia desde su vertiente más social supone deslindarla de su contenido meramente económico y ligarla a instrumentos de seguimiento y control válidos a nivel administrativo. Así, la Eficiencia no puede ser un fin en sí misma para las organizaciones públicas, sino solo un medio para la consecución de otros objetivos superiores o prioritarios. Si no somos capaces de fiscalizar, con mayor rigor y alcance, el funcionamiento del Sector Público y, especialmente, de nuestras Administraciones Públicas, resulta imposible implementar el criterio de la Eficiencia en el sistema institucional. Sin control no hay posibilidades de éxito para ninguna reforma administrativa.
Cuando hablamos de Nueva Gestión Pública, de reforma, de modernización administrativa, resulta inevitable introducir el término de Eficiencia, por cuanto ésta permite optimizar los inputs y los outputs en las instituciones. Sin embargo, no podemos caer en la tentación de denostar este criterio por el mero hecho de provenir del ámbito privado. La labor del legislador, del politólogo, del gestor público, estriba en adoptar un significado exacto, concreto para su aplicación en el Sector Público. La Eficiencia, de este modo, no tiene por qué suponer pérdida de la calidad del servicio prestado o alejamiento del Principio de universalidad, pues la Eficiencia aplicada a las Administraciones Públicas no es sinónimo de eficiencia económica y, por ende, de rentabilidad.
Desde el punto de vista institucional, la Eficiencia aparece unida inexorablemente al Principio de eficacia, pues en un Estado Social es muy necesario considerar los recursos limitados con los que se cuenta para poder satisfacer las demandas ciudadanas que, por otro lado, cada vez son mayores y más complejas. Una correcta asignación de recursos no puede conseguirse sin que la distribución de los mismos sea justa dentro de un Estado del Bienestar, es decir, no existe eficacia sin Eficiencia y, ambas a su vez, no pueden darse sin equidad en nuestro sistema político.
El Ordenamiento Jurídico español recoge, con gran laxitud e indefinición, el criterio de la Eficiencia en las leyes de mayor relevancia social –contratación, patrimonio, subvenciones, presupuesto, etc.- y que, casualmente, tienen un gran contenido económico. Sin embargo, ninguna de ellas hace mención alguna a cómo puede evaluarse el cumplimiento o no de dicha Eficiencia en los planes, políticas, programas o actuaciones que se vayan desarrollando conforme al articulado de cada norma. Así, la Eficiencia es una cláusula abierta, que el legislador introduce y que la gran mayoría tiene por válida pero que resulta difícil de aplicar. Sin indicadores que posibiliten mediciones exactas del grado de cumplimiento de los objetivos que cada Administración Pública planifique previamente, no se puede estimar tampoco si ha habido una correcta asignación de medios y unos resultados deseables en el normal funcionamiento de las instituciones.
El criterio de la Eficiencia, no solo puede mejorar la calidad del servicio que prestan las Administraciones Públicas y contribuir a su modernización, sino que en todo proceso de reforma y adaptación de las instituciones político-administrativas al mundo globalizado, la Eficiencia produce situaciones de competitividad entre las diferentes organizaciones. Esto también favorece la prestación de bienes y servicios públicos, pues aprender de quien mejor gestiona es también ser eficientes.
Para terminar y utilizando las palabras de VILAS, C. M., “la preocupación por la eficacia, la Eficiencia y la transparencia de las políticas públicas no es irrelevante. Al contrario, importa mucho, por respeto a quienes de una u otra manera aportan recursos con que se financia la gestión estatal, por una efectiva vigencia de una concepción más amplia de la democracia (…). Sin embargo, una buena Administración no mejora la calidad de los objetivos de las políticas a cuyo servicio se desenvuelve, del mismo modo que el vehículo hace el viaje más placentero o incómodo, veloz o lento, caro o económico, por no modifica su dirección ni su destino –cuestiones éstas en las que el manejo del volante es insustituible-.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario