La
Soberanía se define como la forma ordenadora de la vida común de los
ciudadanos, la suprema autoridad del poder público. Ésta, encarnada en el
pueblo, justifica el ejercicio de la coacción legítima, la razón de convivencia
pacífica en sociedad. Por eso resulta tan importante mantener la confianza
ciudadana en las instituciones, siendo aquéllas los ejes que vertebran en
Estado con organización política básica, pues si no son capaces de asegurar su
desarrollo humano, no tendrá sentido la acción que desempeñan para la sociedad.
Como bien apunta Skinner (2010: 19), se precisa la “exigencia más amplia de que bajo todas las formas de gobierno
legítimas, los derechos de la soberanía deben permanecer alojados siempre en la
Universitas del pueblo, en el cuerpo del Estado”.
¿Qué hacer cuando la voluntad de los representantes, cuando sus acciones no se corresponden con la voluntad general, toda vez que Hobbes señala que el ciudadano tiene que autorizar dichas acciones como si fueran las suyas propias? ¿Qué hacer cuando un gobierno cambia todo aquello por lo que el pueblo decidió que era apto para desempeñar sus funciones? No puede deslegitimarse el Estado como forma de organización social, pues constituye la estructura consolidada que da forma al desarrollo del ser humano en sociedad. Afortunadamente, si podemos manifestar nuestra disconformidad con la actuación de los representantes que se encargan de dirigir el destino de la vida común de los ciudadanos, pues el sistema político-administrativo vigente habilita mecanismos a tal fin, siendo la garantía del derecho de sufragio activo y pasivo en que cobra mayor relevancia.
Sin embargo, estos mecanismos son escasos y de uso puntual más que rutinario. Debiéramos avanzar más en este línea y ser capaces de generar mayor participación ciudadana en política para que resuelvan y sientan como suyas las decisiones que se adopten en el ámbito público. A su vez, debieran fortalecerse la exigencia de responsabilidad hacia quienes, haciendo uso de las instancias políticas, se olvidan de procurar el bien común en favor de sus intereses particulares.
Ninguna democracia puede olvidarse de la voluntad del cuerpo soberano, de la voluntad del pueblo reunido. De lo contrario, no podría denominarse como tal y las instituciones, vertebradas en el Estado, no serían dignas mandatarias del poder público. Por encima del interés particular, siempre prevalece el bien común.
¿Qué hacer cuando la voluntad de los representantes, cuando sus acciones no se corresponden con la voluntad general, toda vez que Hobbes señala que el ciudadano tiene que autorizar dichas acciones como si fueran las suyas propias? ¿Qué hacer cuando un gobierno cambia todo aquello por lo que el pueblo decidió que era apto para desempeñar sus funciones? No puede deslegitimarse el Estado como forma de organización social, pues constituye la estructura consolidada que da forma al desarrollo del ser humano en sociedad. Afortunadamente, si podemos manifestar nuestra disconformidad con la actuación de los representantes que se encargan de dirigir el destino de la vida común de los ciudadanos, pues el sistema político-administrativo vigente habilita mecanismos a tal fin, siendo la garantía del derecho de sufragio activo y pasivo en que cobra mayor relevancia.
Sin embargo, estos mecanismos son escasos y de uso puntual más que rutinario. Debiéramos avanzar más en este línea y ser capaces de generar mayor participación ciudadana en política para que resuelvan y sientan como suyas las decisiones que se adopten en el ámbito público. A su vez, debieran fortalecerse la exigencia de responsabilidad hacia quienes, haciendo uso de las instancias políticas, se olvidan de procurar el bien común en favor de sus intereses particulares.
Ninguna democracia puede olvidarse de la voluntad del cuerpo soberano, de la voluntad del pueblo reunido. De lo contrario, no podría denominarse como tal y las instituciones, vertebradas en el Estado, no serían dignas mandatarias del poder público. Por encima del interés particular, siempre prevalece el bien común.
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